martes, 8 de junio de 2010

¡SALGAN AL SOL!



Existe una historiografía rockera que, con resultados desparejos, ha intentado pensar al rock argentino como un movimiento. Con sus ciclos, revelaciones y grises, cada una de esas etapas, como quizás suceda en todos los países tercermundistas, estaban ligadas a las condiciones políticas del país.


Por Martín Rodríguez y Federico Scigliano.


Como marca uno de sus historiadores habituales, Miguel Grinberg, el rock argentino ya está cristalizado en 1967. ¿Y cómo no pensar que ese movimiento de jóvenes argentinos cuyas voces denotan varias marcas de la máquina cultural argentina (voces afinadas por zambas escolares, por la escuela, la colimba, etc.) resultó finalmente una suerte de vanguardia globalizadora que traía el mundo y sus novedades a la velocidad insurgente del mercado negro? Cultura de traducción al fin y al cabo, la cultura rock argentina se planteó varios desafíos a la vez: estar a la altura tecnológica del rock mundial, aprender y desarrollar las mismas capacidades y virtudes y… qué mierda hacer con el idioma, o cómo encontrar una voz americana, argentina, de entonación rioplatense: una preocupación que nos compaña desde los comienzos de la patria. Cuenta la historia que los Vox Dei, oriundos de Quilmes, comenzaron a tocar cantando en inglés. Y tras un recital, Spinetta se acercó a felicitarlos (ya exhibían su sonido arrollador), pero sugiriendo una pequeña alteración a la dinámica de la banda: que cantaran en castellano. Años después, Vox Dei sacó La Biblia. Un disco frente al que nadie estuvo a la altura, incluyendo al propio Vox Dei, que ya dominaba el idioma y expresaba su fe.


Rock y política se cruzaron, se aparearon, fueron un matrimonio tormentoso siempre a la búsqueda de relatos que pongan cada cosa en su lugar. El mito de que en los años 70 el rock era considerado por la militancia como una música extranjerizante, no inhibe la realidad de que muchísimos discos de rock testimonien más y mejor sobre aquellos años. La canción Camino difícil, de Almendra, compuesta por Emilio Del Güercio, bien podría ejemplificar que la antena de estos jóvenes rockeros incluía la sintonía afro-cubana de la opción armada para traer al General y hacer la revolución. Discos como Candiles de Aquelarre, o Yo vivo en esta ciudad, de Pedro y Pablo, o los de Color Humano, Sudamérica o el regreso de la Aurora, de Arco Iris, o cualquier disco de Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll, y sobre todo ese discazo final de Sui Generis: Instituciones, confirman que basta con ellos para saborear la violencia, la pasión y el erotismo de aquellos años. Horacio Fiebelkorn es un poeta y periodista platense que conoce de adentro los dos mundos: el rock y la política. Consultado acerca de aquella adolescencia “en el parque”, un púber cuyo 1973 tiene sabor a rock y liberación, nos dijo: “Había una parte de la militancia que, en efecto, veía al rock como algo foráneo. Al mismo tiempo, dentro de los artistas de rock había tendencias fuertes a confluir con los movimientos de masas del momento. ¿Qué clase de discusión era esa? ¿Política, estética, ideológica? No lo tengo muy claro todavía, porque los actores de esa discusión tampoco lo tenían muy claro. Pero podría decir dos cosas: lo que el rock tenía de revolucionario en sí mismo, en aquellos años, no era ni su música ni las letras, sino el sonido, algo que te envolvía todo el cuerpo y te involucraba a nivel sensorial con tus propias galaxias perdidas. Después estaba lo otro, pero primero, como te digo, el sonido, y esa sensación de integrarte a algo muy difuso pero ante todo placentero. Y pareciera que esa discusión se saldó no en la teoría sino en los hechos, porque la militancia de los 80 (peronista, intransigente, comunista o radical), estaba integrada en un 90 por ciento por gente que en la década anterior era público rockero.”


Luego viene la aceptación del rock argentino durante Malvinas, y la escena de integración para animar el temple de los chicos de la guerra, a través de esas canciones anteriormente prohibidas. El rock se oficializa. El rock se argentiniza. Los pibes en las trincheras heladas escucharon a Baglietto. Pero Malvinas cierra el círculo de los jóvenes en armas, y lo que viene es la modernidad ochentosa.



Clips modernos:
raros y nuevos


Como alguna vez dijera Palo Pandolfo: ‘en 1983 me hice moderno’. El rock, aparecido según lo representaban sus protagonistas, como una preservación de purezas e ideales frente a un sistema y una industria, a la vez se vuelve el mejor traductor del mundo y del mercado que invade a la Argentina. La canción ‘Dos Cero Uno (Transas)’ de Charly García, acaso es la revelación más orgánica de esa mutación, una canción que organiza un bloque duro de futuro, para atisbar lo que venía, certeramente.



Sin embargo, por la vía autogestiva, en la estela de lo que había sido esa gema de la resistencia cultural a la dictadura llamada MIA (Músicos Independientes Asociados) comandada por la familia Vitale, en la resultante de ese caldo de vanguardias artísticas, universitarios, militantes y hippies de la Cofradía de la Flor Solar, la primavera trajo ese sonido hipermoderno de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Esa poética encriptada y transparente a la vez, llena de oscuridad y de slogans para la juventud inquieta, su estética soviética del principio, sus octubres con K, sus banderas rojas, su “si esta cárcel sigue así” fueron tejiendo el idioma rockero más potente de la década, una música que pegaba en el pecho.


De Alfonsín a Menem,
de Cemento a Huracán:
el rock del país


Y un buen día sucedió, casi en silencio, los pibes desangelados del Conurbano empezaron a seguir al Indio, y las secretas veladas de punks, estudiantes de Filosofía y alumnos del Nacional Buenos Aires que los Redondos convocaban en Cemento se transformaron en huestes ricoteras de pibes pobres que venían en bondi a gritar vamo lo redó, a sumarse a ese carnaval donde agitar un poco para parar la tristeza. Y el Indio desde la escena devolvía dosis tremendas de rock y poesía. Huracán era, cada vez, los dibujos que Rocambole soñaba para las tapas de los discos.



Plenos años 90, cuando la hegemonía del mercado se volvía irreversible, y la materialidad de una cultura nacional definitivamente frágil, de Bang Bang a San Jauretche, y en el medio La Era de la Boludez, de Divididos, acaso el disco que mejor sintetiza (y que a la vez pulveriza los presupuestos) de ese rock barrial, nacional y popular.




¿Qué es el Rock?
O ¿el Rock ha muerto?


Manuel Moretti es cantante y segunda guitarra de una banda que a mitad de los años 90 empezó a ser una leyenda de exquisitos y que se fue masificando: Estelares. Pero Moretti confiesa algo de entrada: no sabe qué es el rock. ¿Murió? “Definitivamente hay un montón de poetas, pintores, escritores, cineastas etc., que tienen que ver con el rock y que seguimos disfrutando, pero no sé a qué denominar rock a esta altura.” Y no puede evitar pensar en una marca: Cromañón. “Lo de Cromañón –dice Manuel- es la cristalización del vacío del neoliberalismo, manifestado en una cosa llamada rock, que no se sabe muy bien lo que es. Cromañón es el resultado final de una sociedad cínica, sorda y muda en la que una de las armas más importantes, sobre todo por esta manifestación ritualera, es el rock.”



Hay una idea que flota todo el tiempo en la charla, y que es cosecha de Moretti, el “rock ritual”. “Los Redondos son una banda de los ’80 con información de los ’60 y los ’70. En los ’90 se produce el crecimiento del rock ritual, el rock ritualero, ahí entran también los Redondos porque los pibes se quedan sin nada y lo único que mantienen es el rito de ir a juntarse a los shows. Eso pasa con La Renga, con Los Piojos, es lo que termina pasando con Callejeros, es lo que llamo rock ritual… Los 90 increíblemente construyen (aunque venía de antes) esa escena porque la sociedad no tiene nada más que ofrecer a esos pibes, que no leen más, ni escuchan música como escuchamos nosotros.” ¿Cómo se planta Estelares en ese mundo? “Las canciones de Estelares plantean muy por el fondo algo político. Un montón de canciones fueron escritas en los años ’90. La política es subyacente. En la canción Campanas, dice: ‘la esperanza es una invención moral/ es la única defensa ante la verdad/ que es siniestra y fatal’, y no estoy hablando de la muerte. Estoy hablando del poder y del sistema. Cada uno traduce como traduce. Pero lo político está siempre presente, y alguna vez mejor logrado que otra. Yo ‘pertenecí’, digamos entre comillas porque era muy joven desde que llegó la democracia, hasta el año 1989, tocaba en una banda que se llamaba ‘Licuados Corazones’ y el bajista y el guitarrista compusieron una canción que se llamaba, no me acuerdo bien, algo así como ‘1989: Menem tirándose a la pileta’, y empezaba con un discurso famoso de Menem, y en vivo uno hacía el discurso de Menem y otro atrás decía ‘Hijo de puta, hijo de puta…’. A partir de ahí empieza una secuencia de irrealidad que caracterizó a los primeros años ’90…”



30 de diciembre, 2004, Cromañón y una perplejidad que ya lleva casi un lustro y cuyo drama obliga a pensar acerca de a qué seguimos llamando rock. Lo cierto es que a través de esa palabra muchísimas generaciones dieron cuenta de su suerte, de sus sueños y de sus desilusiones. Ignorar que hay allí una tradición cuya materia es un río de canciones sería tan tonto como creer que se trata de una moralidad impoluta de resistencia. El rock es pura corrupción de esa materia llamada público, bandas, gente y mercado. Y en ese corromperse, a veces, aunque sea una paradoja, hay un resto, una experiencia, una forma de la vida, a la que le cabe inexcusablemente la palabra liberación.


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