Por Alejandro Horowicz
La coordinación sudamericana de las fuerzas represivas, el Plan Cóndor, fue un dato de la realidad de mediados de los ’70. Los aparatos de inteligencia de Brasil, Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay, la Argentina, junto con la CIA, se movían –¿dejaron de hacerlo?– bajo el estricto control de los poderes surgidos del golpe de Estado. Gobiernos militares ejecutaron una política sistemática de exterminio de la oposición dinámica, con el beneplácito de Henry Kissinger, el silencio cómplice del Congreso de los Estados Unidos, y de buena parte de los partidos “democráticos” de la región. Al menos, durante el gobierno de Richard Nixon.
La frontera nacional, como frontera soberana, había perdido nitidez política desde el siniestro horizonte común de la Escuela para las Américas. La práctica de la tortura para obtener información y “aterrar al enemigo” –si bien fue utilizada en diversas oportunidades históricas– tiene filiación precisa: la escuela francesa contra la “guerra revolucionaria”; organizada con motivo de las guerras coloniales en Indochina y Argelia, sirvió para destilar una “teoría” que los oficiales de inteligencia elevaron a estrategia universal. Pocas veces una tesis menos eficaz –habida cuenta de que los franceses y los norteamericanos fueron vencidos a pesar del uso y abuso de este pobre esquema– gozó de mayor prestigio.
Casi sin exagerar podemos decir: el principal antecedente de la globalidad represiva por regiones, una suerte de Mercosur del asesinato político, tuvo origen en una reunión realizada en Buenos Aires durante los inicios del año ’74. El general Prats –ex comandante en jefe del Ejército chileno durante el gobierno de Salvador Allende– y el general Torres –ex presidente de Bolivia– a pesar de estar legalmente instalados en la Argentina fueron asesinados por sicarios de los regímenes vecinos, en compañía de miles de militantes menos afamados. La unidad forjada por el Plan Cóndor parecía un hecho incontrovertible.
Una mirada menos capturada por esa única circunstancia –la represión común a la izquierda sudamericana– debe admitir que esa “unidad” era extremadamente frágil. No sólo no dio paso a ninguna otra, sino que fue parte de los obstáculos por vencer para constituir después el Mercosur como programa político común.
Una constatación contable del gasto militar de los países de la región en ese período –millones de dólares destinados a la importación de equipo militar, unidades del PBI destinados al presupuesto de defensa– ayuda a descular el problema. Como cada uno de los estados mayores alucinaba con la guerra inevitable –la Tercera Guerra Mundial contra el comunismo, y la guerra por el control de Sudamérica–, el balance de fuerzas para asegurar la disuasión se alcanzaba adquiriendo equipos altamente sofisticados, cuyo mantenimiento desató una verdadera carrera armamentista en la región.
Esta situación no sólo aumentaba la dependencia tecnológica y material de los ejércitos, con respecto a sus proveedores occidentales habituales, sino que distrajo miles de millones de dólares requeridos para inversiones básicas. Al tiempo que puso a la Argentina y Chile al borde de la guerra en 1978. De modo que la estrategia sudamericana para vencer al comunismo en la Tercera Guerra Mundial sirvió mas allá del discurso para que las fuerzas más oscuras perpetuaran los modelos de máxima subordinación a las políticas más regresivas del imperio.
Por cierto, ése no fue siempre el punto de vista de las fuerzas armadas. El 10 de junio de 1944 el coronel Perón –en su condición de ministro de Guerra del gobierno presidido por el general Farrell– produjo un célebre discurso sobre la “Nación en armas”. Con motivo de la conformación de la cátedra sobre Defensa Nacional en la Universidad de La Plata sostuvo: “La defensa nacional exige una poderosa industria propia; y no cualquiera sino una industria pesada”.
Ése era y todavía es el punto: ¿cómo se construye una industria pesada? Una digresión imprescindible. Como la guerra es –para los militares profesionales– un fenómeno inevitable, la colaboración con el resto de los países limítrofes para construirla era impensable. Muy pocos años antes Federico Pinedo –ministro de Economía del presidente Castillo– había propuesto un programa económico que propiciaba el desarrollo industrial de la Argentina. Para Pinedo, para llevarlo a cabo exitosamente suponía el acuerdo con Brasil, y los demás países limítrofes. Es decir, la posibilidad de construir una industria capaz de satisfacer los requerimientos de la defensa nacional chocaba con el punto de vista de las fuerzas armadas. Las hipótesis de guerra del Estado Mayor –conflicto con Brasil– limitaban dramáticamente los alcances del proyecto. Por eso, a pesar del respaldo político que la Unión Industrial Argentina diera a Pinedo, el Senado no aprobó el plan.
En alguna oportunidad el propio Perón sostuvo que el país debía tener el punto de vista de sus fuerzas armadas o, de lo contrario, hacerlas cambiar de punto de vista. Las extrapolaciones que esos oficiales hicieron de las condiciones en que se librara la Primera y la Segunda Guerra Mundial arrojaban una orientación contradictoria: si bien comprendían la importancia de la industria pesada para una defensa nacional exitosa, rechazaban airadamente la colaboración con Brasil. Debemos reconocer que del lado brasileño las cosas no diferían mucho. Por tanto, ese impedimento sólo pudo ser salvado cuando los militares de ambos países dejaron de jugar papeles políticos decisivos. Antes, la idea del Mercosur resultaba inaceptable.
Ni siquiera los militares de mayor nivel intelectual –como el coronel Perón– escaparon a ese horizonte. Sostuvo el entonces ministro de Guerra: “Si la política logra que la diplomacia obtenga el objetivo trazado, su tarea se reduce a ello en lo que a ese objetivo se refiere. Si la diplomacia no puede lograr el objetivo político fijado, entonces es encargada de preparar las mejores condiciones para lograrlo por la fuerza, siempre que la situación haga ver como necesario el empleo de este medio extremo”.
En el mismo discurso añade: “Si en cuestiones de formas de gobierno, problemas económicos, sociales, financieros, industriales, de producción y de trabajo, cabe toda suerte de opiniones e intereses dentro de un Estado, en el objetivo político derivado del sentir de la nacionalidad de ese pueblo, por ser única e indivisible, no caben opiniones divergentes”.
Años más tarde, el 24 de marzo de 1976, fue lanzado el programa de reprimarización de la economía impulsado por José Alfredo Martínez de Hoz, y resultó fervorosamente aplaudido por la Sociedad Rural. Entonces cuando las fuerzas armadas estuvieron entre el martillo de la defensa nacional –necesidad de industria pesada– y el yunque de la guerra ideológica optaron: abandonaron la defensa nacional para transformase en cipayos programáticos de una clase dominante a la que no le interesa nuestro destino nacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario