lunes, 7 de junio de 2010

OTRO ÉXITO EN LA LUCHA CONTRA LA DROGA


En un allanamiento llevado adelante por el Grupo Halcón fue asesinado Juvelio Aguayo, denunciado por tener una cocina de cocaína. Luego se comprobó que el domicilio allanado no era una fábrica de drogas sino un hogar de trabajadores.


Por Sebastián Hacher


Nilda Montaño nació hace 32 años en Cochabamba, Bolivia. Al momento de inscribirla, el padre la había abandonado. “Por eso –dice– tengo un solo apellido.” Nilda creció con su abuela, hasta que le pasó una de esas cosas que parecen de novela: un hombre mayor golpeó a su puerta. “Soy tu padre –le dijo–. Nos iremos a la Argentina.”



Corría 1991 y Nilda tenía 14 años. Emigró con él, vivió en Buenos Aires y ni bien pudo formó una familia propia. A los 19 tuvo su primer hijo, pero dos años después, durante un viaje a Bolivia, el marido murió en un accidente de auto. Viuda y madre joven, tardó un tiempo en recomponer su vida. Pero lo logró. Cinco años después, conoció a Juvelio Aguayo, tres años menor que ella. La historia de Juvelio también era triste: había llegado a la Argentina en 1995, estaba de novio con una mujer y tenía un hijo. Pero su prometida empezó a trabajar en limpieza en una casa de familia, se enamoró del patrón y los abandonó.



Cuando se conocieron, Juvelio y Nilda hicieron un pacto. Cada uno se haría cargo de los hijos del otro. Serían una nueva familia. Se mudaron al barrio Olimpo, en Lomas de Zamora y empezaron a construir su casa.



Casi siete años después, el 11 de diciembre pasado, todo parecía perfecto. Era la hora de la cena, y en la mesa estaban el matrimonio, sus tres hijos, la madre y la hermana de Juvelio. Nilda, embarazada de seis meses, había cocinado fideos con tuco. En televisión transmitían Talento Argentino. Iban a anunciar los ganadores cuando escucharon ruidos: alguien rompía los vidrios en el frente de la casa. “Nos vienen a robar”, gritó Juvelio. Las mujeres corrieron a la terraza para pedir ayuda a los vecinos. Juvelio fue hasta el dormitorio y agarró el revólver calibre 32 que guardaba arriba del placard. Era la tercera vez que le robaban, y estaba preparado para defenderse.



Dicen que lo primero que hizo fue dispararle a la nada, como para espantar. Pero que enseguida la puerta saltó por el aire, derrotada por la barreta del Brechero, el policía que derriba obstáculos en el Grupo Halcón, el cuerpo de elite de la Bonaerense. En la versión oficial, Juvelio los recibió a los tiros: una bala impactó contra el escudo que encabezaba el asalto y otra raspó el dedo meñique de un policía.



El parte entregado a la Justicia dice que Juvelio disparaba mientras retrocedía por el pasillo de la casa, y que el Teniente Nelson Jurado le respondió con su pistola reglamentaria, pero que se le trabó después del segundo disparo. Y que entonces, como Juvelio no se rendía, el Sargento Ricardo Abel Adeldaño largó una ráfaga con su ametralladora MP5. Así, los halcones cumplían el mandato que repiten como un mantra en los cursos de entrenamiento: “sólo se le apunta a lo que se quiere destruir”.



Nilda tiene una versión distinta de los hechos. “Cuando entraron –asegura– lo hirieron, y Juvelio tiró el arma pero le siguieron disparando mientras él iba por el pasillo para el fondo de la casa. Recién ahí vimos que eran policías. El último disparo se lo dieron delante de los niños. A nosotras nos bajaron de los pelos de la terraza.” Herido de muerte, el hombre se desplomó contra un cajón de naranjas. También había tomates, bananas, una bolsa de papas, que quedaron desparramadas junto al charco de sangre.



Después de la balacera, las mujeres y los niños fueron encerrados en uno de los dormitorios. A Juvelio lo esposaron y lo arrastraron hasta el comedor. “Yo escuchaba –recuerda Nilda– que gritaba ‘por favor no me peguen más’. Me desesperaba y quería ir con él, pero no me dejaban salir. A mi hijo de 13 años le dieron un culatazo en la cabeza. Ahora no quiere comer. Está mudo y sordo: mira el techo todo el día, y a veces pregunta cuando va a volver el papá.” Cuando terminaron los golpes, hicieron desnudar a las mujeres delante de los niños, y agacharse para ver si escondían algo.


El allanamiento. Casi al amanecer, el oficial a cargo leyó la orden de allanamiento. Buscaban a un hombre apodado Chino y una cocina de cocaína. Pero en la casa no había nadie con ese nombre y mucho menos una fábrica de drogas. Nilda no lo podía creer: se habían equivocado. Gritó. El comisario bajó el papel que estaba leyendo y la miró a los ojos.



–¿Donde está la droga?– le preguntó.
Nilda se encogió de hombros. “Revisen todo” le dijo, “pero acá no hay nada: somos una familia trabajadora”. Para entonces, se había podido asomar entre los uniformes negros que rodeaban el cuerpo de su marido. “Lo he visto por la ventana –contaría más tarde a Miradas al Sur– con el pecho destrozado y la mano sobre el corazón. La sangre corría por el piso como agua.”



Los policías estuvieron en la casa desde las 22 horas del viernes hasta las 7 de la mañana del sábado. Casi al final del allanamiento, Nilda escuchó al comisario insultar a la oficial que escribía el informe. “No pongas eso en el informe –le gritó–, porque nos van a cagar.” Un rato antes de irse, el mismo comisario la encaró con un nuevo papel:
–Firmá esto –la amenazó– porque si no, te vamos a sacar a tus hijos. Y no vas a ir al velorio de tu marido.
La mujer ni amagó con leerlo.


La causa. La del viernes no había sido una buena jornada para el Grupo Halcón. Entre la decena de allanamientos que suelen hacer cada día, el juez federal de Morón Jorge Rodríguez había ordenado tres: dos en Rafael Castillo y el último en Lomas de Zamora, en la casa de Nilda y Juvelio. Según el juez, en los tres domicilios funcionaba una banda de bolivianos dedicados al “fraccionamiento y distribución de Clorhidrato de cocaína en forma de tizas”.
En el parte donde se informan los resultados, en todos los casos consta que “no se halló material estupefaciente, ni elementos de interés para la presente investigación”. Allí también se indica que en uno de los allanamientos de Rafael Castillo se confiscaron de forma preventiva los ahorros familiares. Lo mismo sucedió en la casa de los Aguayo, pero el secuestro no figura en el informe.



Un vocero del juzgado de Jorge Rodríguez explicó a Miradas al Sur que el allanamiento se ordenó por testimonios de algunos vecinos. Estos decían que en la casa había “movimientos compatibles con la venta de droga”, y que la familia tenía “un nivel económico que no coincide con el trabajo de ellos”. Miradas al Sur quiso conocer los detalles. Preguntó en que consistían esos movimientos:



–Entraba y salía gente –respondió el vocero judicial– se movían bultos. A veces pasaban muchos días sin salir de la casa.
–Pero en el lugar había un taller de costura.
-Sí –continuó el vocero– pero está desordenado. Y que no se encuentre nada no significa que no sean narcotraficantes. Quizás tenían movimiento sólo algunos días en la semana.


El hogar de la sospecha. La casa de la familia Aguayo no difiere en nada de las miles de casas que los inmigrantes bolivianos construyen en el Gran Buenos Aires. Edificadas en terrenos tan amplios como suburbanos, de techos altos y ambientes grandes, en la loza del techo se ven las columnas con los hierros de construcción que apuntan al cielo, como esperanza de seguir avanzando.



Cómo la construyeron no es un misterio. Cuando llegaron al barrio la casa era un terreno baldío con una rancho al fondo. Nilda trabajaba en un taller de costura y Juvelio de albañil. En su vida diaria aplicaban los preceptos de la cultura Quechua: ama sua, ama llulla, ama kjella. No ser holgazán, no ser ladrón, no ser mentiroso. A eso, ellos le agregaron el proverbial espíritu de sacrificio de su pueblo:



–Ni siquiera –recuerda la mujer– le compraba un yogur a mis hijos. Todo iba para levantar la casa. Queríamos adelantar.



El primer salto lo dio cuando a Nilda la atropelló un colectivo. Consiguieron un abogado y con la indemnización empezaron su propio taller. La mujer alquiló un puesto en La Salada. Mientras ella vendía buzos y remeras, la madre de Juvelio, Doña Anacleta Pérez, ofrecía picante de pollo y otros platos típicos. “Yo –explica Nilda– atendía el taller y Juvelio salía a trabajar de albañil. Cuando no tenía trabajo ayudaba a coser o se ponía a construir la casa. Se daba maña para todo.”



Ahora Nilda espera juntar fuerzas y volver a pararse. La muerte de su marido, la perdida de sus ahorros y el embarazo que debe afrontar sola la dejaron golpeada, pero no la derrotaron. “Quizás –se esperanza– encuentre algún fabricante que me de trabajo y salgamos adelante otra vez. Y no vamos a dejar de reclamar que se haga justicia.”



Si una larga cadena de confusiones y errores generó la tragedia, otra llevó el tema los medios. El jueves, cuando la familia logró recuperar el cuerpo, los que estaban presentes en el velorio decidieron marchar a Plaza de Mayo con el cajón. Allí hubo un forcejeo entre un grupo encabezado por Alfredo Ayala –un dirigente muy cuestionado por la comunidad boliviana– simpatizantes de Madres de Plaza de Mayo, y Raúl Castells. Los medios, extasiados con el escándalo, repitieron las imágenes durante toda la jornada. Pero poco hablaron del asunto central: el crimen de Juvelio Aguayo.

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