El monarca electivo del Estado Vaticano se acogió a los beneficios de la jubilación. La renuncia puede ser entendida de diversos modos, uno: la crisis política. Como el Vaticano (desde el Concilio de Letrán, firmado entre Benito Mussolini y Pío XI), limita con Italia, imposible no encabalgar ambas crisis. Y como la italiana recorre una espiral descendente, donde la gobernabilidad sistémica corre todo el tiempo el riesgo de descarrilar, no puede no condicionar las decisiones papales.
Por Alejandro Horowicz
Dicho brutalmente, la crisis vaticana y la romana se potencian una a la otra. Las elecciones italianas en curso, se vota el 24 y 25 de febrero, muestran que los mismos sostienen casi lo mismo, mientras las condiciones de existencia se degradan a paso de carga. Silvio Berlusconi parecía imparable, la brecha que lo separa de la centroizquierda del moderadísimo Pier Luigi Bersani, no cesaba de acortarse.
La crisis vaticana cambió la tapa de los diarios, la TV se ocupa exclusivamente de Benedicto XVI, y las encuestas muestran el estancamiento de ll Cavaliere. Castigo divino claman los ortodoxos de las finanzas. Los mercados resisten cualquier heterodoxia, y Berlusconi prometió rebajas de impuestos y laxitud fiscal en lugar del rigor del ajuste aceptado por su rival. Esa no es la respuesta “europea”. Al menos no la de Angela Merkel, ni la de los bancos, menos aun la de los conservadores tradicionales. La última cumbre votó el ajuste a perpetuidad. Y el sálvese quien pueda atraviesa impúdicamente el orden político. Sobrevivir comienza a parecerse peligrosamente a incumplir, la suerte de Europa parece echada.
Por cierto no se trata de una situación “nacional”. La crisis que atraviesa la Unión Europea alcanza en Italia, en España o en Grecia niveles de inequívoca fractura social. Más allá de a quien se vote, nadie en sus cabales cree que las cosas dejarán de empeorar. La compacta mayoría vive mal, y además sabe que vivirá peor. La bancocracia globalizada no vacila en sacrificar la Unión Europea, el proyecto supranacional, a sus intereses crematísticos.
La Unión, mentira administrativa que la burocracia de Bruselas intenta sostener, es un horizonte que se desvanece. En ese contexto, una pregunta se impone: ¿la desaparición de Europa, como actor político internacional, como paradigma compartido de la historia, supone la descomposición de la Iglesia Católica? Y por último, ¿qué significa descomposición?: ¿cisma, por desatar estrategias enfrentadas? ¿federaciones de iglesias nacionales? o simplemente ¿la continuación de una decadencia imparable?
La importancia del cristianismo en la estabilización del Imperio Romano apenas si guarda detractores. Nadie ignora que la conversión de Constantino, 313 de la era común, modificó dramáticamente una tensa relación entre el politeísmo público y el monoteísmo privado.
Los romanos cultos, al igual que los griegos, eran monoteístas privadamente. Nadie ignora tampoco que las relaciones entre el cristianismo de las catacumbas y el poder romano no fueron exactamente amables. El relato católico pone entre paréntesis esa guerra de exterminio. A tal punto que en la versión oficial la responsabilidad de la crucifixión de Cristo no sólo no es romana sino que resulta exclusivamente judía.
Pueblo deicida, esa fue la caracterización que Roma propició en connivencia con la Iglesia oficial. Las lecturas posteriores al Concilio Vaticano II (1959 – 1965 ) lentamente se avergonzaron de la política teológica antisemita, y fueron modificando el acento. El papel de Mesías, en consecuencia, variaba. Para las corrientes post conciliares Cristo enfrentó los poderes constituidos. Fue en suma un judío revolucionario. No casualmente Benedicto XVI empezó a escribir una trilogía sobre Jesús.
Allí argumenta exactamente lo contrario, y el conflicto entre Roma y el cristianismo se volatiza. Esto le valió la réplica del cardenal Carlo María Martini, candidato “progresista” para suceder a Juan Pablo II. El director de la Biblicum Universidad de los jesuitas calificó la postura del Papa de “reduccionista” y carente de fundamento dados los “estudios de exégesis bíblica recientes”.
Vayamos para atrás: El joven Hegel retomó en su tiempo la pregunta que la Revolución Francesa formulara por boca de Robespierre: ¿cuál es la religión de un pueblo de hombres libres? La respuesta del estudiante del Seminario de Turingia fue cáustica y precisa. Mientras griegos y romanos eran hombres libres discutían sin tapujos con sus dioses. No bien Roma sometió el mundo conocido, qué le quedaba sino someterse a sí misma. Y qué es el cristianismo sino una religión de esclavos para esclavos.
Esas religiones ya no admiten revolucionarios en sus filas, no importa si alguna vez le hicieron falta.
La Europa cristianizada concluye su hegemonía con la caída de Bizancio, mayo de 1453. Y los escritos reformistas de Lutero, 1520, demostraron que no había vuelta atrás.
La reforma fue respondida por la Compañía de Jesús, con los métodos de la Inquisición: suplicio, hoguera y muerte, pero aun así la Revolución Francesa – al confiscar las tierras de la Iglesia y guillotinar a Luis XVI -, inició la marcha hacia el laicismo universal. El ‘Dios ha muerto’ de Nietzsche retumbó de una punta a la otra; solo restaba la respuesta de Pascal: creer porque era absurdo.
La Europa de las naciones, el modelo revolucionario de la democracia burguesa, se convirtió en horizonte global, y la Iglesia pasó a militar contra el liberalismo, los masones y los socialistas; era la cabeza de la reacción feudal.
Apostó a las patas de Hitler y Mussolini, fue derrotada, y se tuvo que reconvertir para no desaparecer. Esa conversión es el fundamento del Concilio Vaticano II, un mundo que cambia y una Iglesia que intenta conservar su lugar. La caída del Muro de Berlín, la derrota de los socialismos europeos, desde el soviético al Fabiano, cambia las cosas y Juan Pablo II fue el abanderado ultraconservador de la nueva dirección histórica.
A tal punto que el Concilio Vaticano fue considerado una especie de barbaridad, a la que había que poner fin por cualquier medio. Y en esa tarea los sorprende la crisis económica y política europea actual.
Los memoriosos recuerdan que Benedicto XVI, antes de acceder al papado, formó parte junto a Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Yves Congar, Hans Küng y Henri de Lubac, entre otros, del selecto grupo de teólogos considerados progresistas. Incluso citan su libro de 1971, El pueblo de Dios, donde Josef Ratzinger se pone a la cabeza de este punto de vista. Por cierto, el libro ya no se reedita, y de amable contertulio de Leonardo Boff, Ratzinger pasó a ser su implacable inquisidor no bien esa dejó de ser la posición oficial de Roma.
Conviene no equivocarse, para un conservador práctico como Ratzinger los “puntos de vista” son lujos que no pagan. Teología, claro, pero desechable.
El 25 de enero de 2012, la primera filtración de documentos descubre los contratos de suministro del Estado Vaticano. Las filtraciones continúan hasta convertirse en cascada. El ambiente romano se vuelve un infierno: todos sospechan de todos.
El arresto del mayordomo, acusado de facilitar la filtración, apenas alivia; la lentitud de fiscales y jueces del Vaticano retrasa la clarificación de los hechos. En ese cuadro la imagen pública roza el subsuelo cuando terminan echando al presidente de su propio banco. Muchos obispos concluyen que el Vaticano ya no puede ser gobernado “a la italiana”.
Al regreso de su viaje a México y a Cuba, en marzo del 2012, Benedicto XVI recibe el informe de los cardenales Julián Herranz, Jozef Tomko y Salvatore De Giorgi. Allí estaban resumidos los abismos nada espirituales en los que había caído la Iglesia: finanzas oscuras, robo masivo de documentos secretos y lavado de dinero. No es aventurado pensar que en ese momento comienza a gestarse la renuncia del Papa. Se trata de saber si el remedio será o no peor que la enfermedad.
Fuente: Diario el Comercial.com
Dicho brutalmente, la crisis vaticana y la romana se potencian una a la otra. Las elecciones italianas en curso, se vota el 24 y 25 de febrero, muestran que los mismos sostienen casi lo mismo, mientras las condiciones de existencia se degradan a paso de carga. Silvio Berlusconi parecía imparable, la brecha que lo separa de la centroizquierda del moderadísimo Pier Luigi Bersani, no cesaba de acortarse.
La crisis vaticana cambió la tapa de los diarios, la TV se ocupa exclusivamente de Benedicto XVI, y las encuestas muestran el estancamiento de ll Cavaliere. Castigo divino claman los ortodoxos de las finanzas. Los mercados resisten cualquier heterodoxia, y Berlusconi prometió rebajas de impuestos y laxitud fiscal en lugar del rigor del ajuste aceptado por su rival. Esa no es la respuesta “europea”. Al menos no la de Angela Merkel, ni la de los bancos, menos aun la de los conservadores tradicionales. La última cumbre votó el ajuste a perpetuidad. Y el sálvese quien pueda atraviesa impúdicamente el orden político. Sobrevivir comienza a parecerse peligrosamente a incumplir, la suerte de Europa parece echada.
Por cierto no se trata de una situación “nacional”. La crisis que atraviesa la Unión Europea alcanza en Italia, en España o en Grecia niveles de inequívoca fractura social. Más allá de a quien se vote, nadie en sus cabales cree que las cosas dejarán de empeorar. La compacta mayoría vive mal, y además sabe que vivirá peor. La bancocracia globalizada no vacila en sacrificar la Unión Europea, el proyecto supranacional, a sus intereses crematísticos.
La Unión, mentira administrativa que la burocracia de Bruselas intenta sostener, es un horizonte que se desvanece. En ese contexto, una pregunta se impone: ¿la desaparición de Europa, como actor político internacional, como paradigma compartido de la historia, supone la descomposición de la Iglesia Católica? Y por último, ¿qué significa descomposición?: ¿cisma, por desatar estrategias enfrentadas? ¿federaciones de iglesias nacionales? o simplemente ¿la continuación de una decadencia imparable?
La importancia del cristianismo en la estabilización del Imperio Romano apenas si guarda detractores. Nadie ignora que la conversión de Constantino, 313 de la era común, modificó dramáticamente una tensa relación entre el politeísmo público y el monoteísmo privado.
Los romanos cultos, al igual que los griegos, eran monoteístas privadamente. Nadie ignora tampoco que las relaciones entre el cristianismo de las catacumbas y el poder romano no fueron exactamente amables. El relato católico pone entre paréntesis esa guerra de exterminio. A tal punto que en la versión oficial la responsabilidad de la crucifixión de Cristo no sólo no es romana sino que resulta exclusivamente judía.
Pueblo deicida, esa fue la caracterización que Roma propició en connivencia con la Iglesia oficial. Las lecturas posteriores al Concilio Vaticano II (1959 – 1965 ) lentamente se avergonzaron de la política teológica antisemita, y fueron modificando el acento. El papel de Mesías, en consecuencia, variaba. Para las corrientes post conciliares Cristo enfrentó los poderes constituidos. Fue en suma un judío revolucionario. No casualmente Benedicto XVI empezó a escribir una trilogía sobre Jesús.
Allí argumenta exactamente lo contrario, y el conflicto entre Roma y el cristianismo se volatiza. Esto le valió la réplica del cardenal Carlo María Martini, candidato “progresista” para suceder a Juan Pablo II. El director de la Biblicum Universidad de los jesuitas calificó la postura del Papa de “reduccionista” y carente de fundamento dados los “estudios de exégesis bíblica recientes”.
Vayamos para atrás: El joven Hegel retomó en su tiempo la pregunta que la Revolución Francesa formulara por boca de Robespierre: ¿cuál es la religión de un pueblo de hombres libres? La respuesta del estudiante del Seminario de Turingia fue cáustica y precisa. Mientras griegos y romanos eran hombres libres discutían sin tapujos con sus dioses. No bien Roma sometió el mundo conocido, qué le quedaba sino someterse a sí misma. Y qué es el cristianismo sino una religión de esclavos para esclavos.
Esas religiones ya no admiten revolucionarios en sus filas, no importa si alguna vez le hicieron falta.
La Europa cristianizada concluye su hegemonía con la caída de Bizancio, mayo de 1453. Y los escritos reformistas de Lutero, 1520, demostraron que no había vuelta atrás.
La reforma fue respondida por la Compañía de Jesús, con los métodos de la Inquisición: suplicio, hoguera y muerte, pero aun así la Revolución Francesa – al confiscar las tierras de la Iglesia y guillotinar a Luis XVI -, inició la marcha hacia el laicismo universal. El ‘Dios ha muerto’ de Nietzsche retumbó de una punta a la otra; solo restaba la respuesta de Pascal: creer porque era absurdo.
La Europa de las naciones, el modelo revolucionario de la democracia burguesa, se convirtió en horizonte global, y la Iglesia pasó a militar contra el liberalismo, los masones y los socialistas; era la cabeza de la reacción feudal.
Apostó a las patas de Hitler y Mussolini, fue derrotada, y se tuvo que reconvertir para no desaparecer. Esa conversión es el fundamento del Concilio Vaticano II, un mundo que cambia y una Iglesia que intenta conservar su lugar. La caída del Muro de Berlín, la derrota de los socialismos europeos, desde el soviético al Fabiano, cambia las cosas y Juan Pablo II fue el abanderado ultraconservador de la nueva dirección histórica.
A tal punto que el Concilio Vaticano fue considerado una especie de barbaridad, a la que había que poner fin por cualquier medio. Y en esa tarea los sorprende la crisis económica y política europea actual.
Los memoriosos recuerdan que Benedicto XVI, antes de acceder al papado, formó parte junto a Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Yves Congar, Hans Küng y Henri de Lubac, entre otros, del selecto grupo de teólogos considerados progresistas. Incluso citan su libro de 1971, El pueblo de Dios, donde Josef Ratzinger se pone a la cabeza de este punto de vista. Por cierto, el libro ya no se reedita, y de amable contertulio de Leonardo Boff, Ratzinger pasó a ser su implacable inquisidor no bien esa dejó de ser la posición oficial de Roma.
Conviene no equivocarse, para un conservador práctico como Ratzinger los “puntos de vista” son lujos que no pagan. Teología, claro, pero desechable.
El 25 de enero de 2012, la primera filtración de documentos descubre los contratos de suministro del Estado Vaticano. Las filtraciones continúan hasta convertirse en cascada. El ambiente romano se vuelve un infierno: todos sospechan de todos.
El arresto del mayordomo, acusado de facilitar la filtración, apenas alivia; la lentitud de fiscales y jueces del Vaticano retrasa la clarificación de los hechos. En ese cuadro la imagen pública roza el subsuelo cuando terminan echando al presidente de su propio banco. Muchos obispos concluyen que el Vaticano ya no puede ser gobernado “a la italiana”.
Al regreso de su viaje a México y a Cuba, en marzo del 2012, Benedicto XVI recibe el informe de los cardenales Julián Herranz, Jozef Tomko y Salvatore De Giorgi. Allí estaban resumidos los abismos nada espirituales en los que había caído la Iglesia: finanzas oscuras, robo masivo de documentos secretos y lavado de dinero. No es aventurado pensar que en ese momento comienza a gestarse la renuncia del Papa. Se trata de saber si el remedio será o no peor que la enfermedad.
Fuente: Diario el Comercial.com
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