Están ya en marcha los procesos orales por crímenes cometidos en los dos centros clandestinos más importantes de la última dictadura. El juzgamiento a los criminales nazis es al respecto un antecedente para tener en cuenta.
Por Ricardo Ragendorfer
Al fondo, entre la bruma, se recortaba una especie de mangrullo junto a la ruta que lleva a Carlos Paz. Y él, en uniforme de combate, empuñaba una pistola. Bajo unas cejas hirsutas, sus ojos parecían piedras de carbón. Dos prisioneros permanecían arrodillados de espaldas. El primero se desplomó al recibir un disparo en la cabeza; del otro se apoderó un estremecimiento. En ese instante, el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, general de división Luciano Benjamín Menéndez, extendió el arma hacia un subordinado con jinetas de teniente. Este gatilló. Fue su bautismo de fuego. Lo cierto es que el general iniciaba así a sus oficiales en el arte de matar. La escena ocurrió durante una fría madrugada de 1978 en el centro clandestino La Perla, de Córdoba.
Aquel sitio era uno de los dos campos de concentración más importantes del país durante la última dictadura; el otro, la ESMA. Tales chupaderos –o Lugares de Reunión de Detenidos (LRD), según la jerga castrense– fueron concebidos como verdaderos laboratorios al servicio de la información, ya que las operaciones militares de la llamada "lucha antisubversiva" estaban cifradas en el uso intensivo de la inteligencia a partir de datos arrancados mediante la tortura. En ese contexto –articulado por un ejército secreto de oficiales y suboficiales que actuaban como pequeñas células terroristas, con identidades ocultas, vehículos no identificables y mandos paralelos–, el exterminio de prisioneros era apenas un acto burocrático, una fase técnica, sobre los objetos de trabajo. Entre 1975 y 1983, por La Perla –regenteada por el Ejército– pasaron casi 3000 personas secuestradas. En tanto que la ESMA –el principal inframundo de la Armada– llegó a sumar más de 5000 huéspedes forzados.
¿Es posible que Menéndez aún recuerde de aquella madrugada de 1978? Lo cierto es que, a 29 años de haber concluido la larga noche militar, ese hombre encabeza el lote de 44 acusados en el juicio por los crímenes de La Perla. Lo secundan dos íconos del terrorismo de Estado: los ex capitanes Héctor Pedro Vergez y Ernesto Barreiro. A todos se les imputan secuestros, torturas, violaciones, robos de bebés y homicidios contra 415 víctimas. En simultáneo, a 700 kilómetros de Córdoba, el ex capitán, Jorge "El Tigre" Acosta, engalana en los tribunales porteños de la Avenida Comodoro Py el lote de 68 represores juzgados por los crímenes en la ESMA. Entre ellos, se encuentra Alfredo Astiz y el ex funcionario civil, Juan Alemann. Al grupo de reos se le imputa delitos aberrantes –incluidos los vuelos de la muerte– contra 789 víctimas. En ambos procesos desfilarán –se estima que por tres años– alrededor de 2000 testigos. Bajo escenografías tribunalicias entre solemnes y espesas, se descorrerá entonces el velo de la tragedia argentina más ominosa del siglo XX. Una escena universal. Como sólo unas pocas a lo largo de la Historia.
Al respecto, nada menor que una ya amarillenta telefoto de la agencia United Press, fechada el 20 de diciembre de 1963. Exhibe un plano general de la sala de actos del Ayuntamiento de Frankfurt convertido en tribunal. El sitio está colmado. Los jueces y fiscales lucen toga. Una hilera de policías se interpone entre ellos y los 22 acusados. Todos están de pie. La imagen es estremecedora. Así comenzó el juicio a los responsables de Auschwitz, el principal campo de concentración nazi, en donde murieron dos millones y medio de personas. Por cierto, otra gran escena la Historia.
AMNESIA CON CHUCRUT. La República Federal Alemana tardó casi dos décadas en llevar al banquillo a los responsables del Holocausto. De hecho, los juicios de Nuremberg, entre 1945 y 1946, fueron obra de las naciones aliadas; en el de Adolf Eichmann, en 1961, actuó un tribunal israelí, mientras que otros procesos notables contra criminales de guerra nazis ocurrieron en países del bloque soviético. De modo que el juicio de Auschwitz propició el primer encuentro de los alemanes con su pasado, algo que ellos no estaban muy deseosos de enfrentar. Tanto es así que, desde 1945 en adelante, las élites vinculadas al nacionalsocialismo pronto volvieron a tomar posiciones en la administración pública, en la justicia, en las universidades y en la política. En ese país no era conveniente hurgar el basural de la Historia reciente. Ello también corría para la llamada mayoría silenciosa, gustosa por gozar los flamantes frutos del "milagro alemán". El lema de la época rezaba: "Donde no hay demandantes, no hay jueces." Sin embargo, el empeño de un hombre, el fiscal general de Frankfurt, Friz Bauer, hizo que Auschwitz atravesara la conciencia de los alemanes como un fantasma apenas disimulado.
"Es imposible convertir la Tierra en un cielo, pero debemos evitar que la Tierra se convierta en un infierno", señaló el doctor Bauer en una entrevista al semanario Stern, en vísperas del histórico juicio.
Bauer era un jurista judío alemán de Stuttgart, nacido en 1903. Durante el nazismo se refugió en Escandinavia, tras huir en 1935 de una mazmorra de la Gestapo. Ya en Frankfurt a mediados de los años '50, cristalizó –junto a su equipo de colaboradores, un puñado de fiscales jóvenes– el sueño de alambrar a los culpables. La apuesta era ambiciosa: no sólo se pretendía castigar a los autores materiales e intelectuales de la barbarie sino también dar impulso desde la justicia la regeneración moral de toda una sociedad. En resumidas cuentas, sin medios ni recursos –y muchas veces con plata de sus bolsillos– Bauer y los suyos acumularon una impensada cantidad de documentos y testigos. Tras cinco años de pesquisas la Acusación Federal de Frankfurt presentó en el verano europeo de 1963 un documento de 700 páginas con los cargos correspondientes. También había 1700 testigos; casi todos sobrevivientes. Bauer, entonces, dijo: "Si este juicio debe entenderse como parte integrante del proceso penal, entonces deberá ser un aviso y una lección para todos."
LA MUERTE INDUSTRIAL. Tal como consta en las actas del proceso judicial, el 4 de febrero subió al estrado el sobreviviente Otto Wolken, un vienés rescatado de Auschwitz por el Ejército Rojo en 1945. Era el primer testigo de cargo. La declaración arranca con la llegada en tren a la siniestra rampa de Birkenau, en donde se realizaba la selección de quienes vivirían y quiénes no.
"Sonaba un vals –dijo, de cara a los verdugos–. La banda del campo ensayaba. La música era suave, bella. No podíamos imaginar que estábamos en las puertas mismas del infierno."
El campo de Auschwitz fue hija dilecta de la Conferencia de Wannsee. El 20 de enero de 1942, en un castillo de ese distrito berlinés tuvo lugar un encuentro de jerarcas del régimen nazi, encabezados por el jefe máximo de la Gestapo, Reinhard Heydrich. Entre otros 13 participantes estaban Adolf Eichmann. En la ocasión, se acordó poner en marcha la "Solución final del problema judío" que conduciría al Holocausto. Y también hubo protocolos para otras minorías, entre ellas: discapacitados físicos y enfermos mentales. Poco después, comenzaron los asesinatos masivos.
El complejo de Auschwitz, situado a 50 kilómetros de la ciudad polaca de Cracovia, parecía una enorme planta industrial, impresión robustecida por las chimeneas siempre humeantes de los hornos crematorios. Constaba de tres campos principales: Auschwitz I, Birkenau y Buna-Monowitz. Este último era usado como unidad de trabajo esclavo por la empresa química IG Farben, que, además, producía el gas letal Zyklon B, con el cual fueron asesinados millones de hombres mujeres y niños. En resumidas cuentas, se trataba de una verdadera fábrica de exterminio; una fábrica cuya cadena de producción –gestionada en todas sus fases por unos 7000 efectivos de la SS– no dejó detalle librado al azar. Esa fue su máxima finalidad.
Ahora, el tribunal de Frankfurt mostraba una veintena de sus gerentes; entre ellos: el comandante segundo del campo, Robert Mulka, un antiguo despachante de aduana que en Auschwitz se ocupaba de garantizar el suministro de Zyklon B; el delegado de la Gestapo, Wilhelm Borger, un antiguo empleado contable que en Auschwitz investigaba a los prisioneros por hurtos y fugas; el jefe de enfermería Josef Klher, un antiguo carpintero que en Auschwitz mató con inyecciones venenosas a miles de prisioneros enfermos. Y el farmacéutico Víctor Capesius, un antiguo visitador médico de la IG Farben que en Auschwitz tenía bajo su mando el manejo de las cámaras de gas.
Todos ellos oían los relatos de sus crímenes, observando con desprecio a los testigos. Los acusados decían no saber ni recordar nada.
–¿Usted sabía que el camión llevaba prisioneros a la cámara de gas? –le preguntó el fiscal a Mulka.
–No fui informado.
–¿Cómo explica que se lo ocultaron?
–No había razón para que me lo informaran. Y no vi nada.
El tipo, sin embargo, veía el crematorio desde la ventana de su oficina. Miles de prisioneros fueron gaseados allí. Sólo cuando los fiscales presentaron una serie de órdenes de transporte firmadas por Mulka para comprar Zyklon B, su silencio se quebró. Entonces dijo unas frases inconexas. Dichos papeles especificaban que se necesitaba el gas venenoso para un "sonderbehandlung (tratamiento especial)". Ese era nada menos que el código de la muerte por gas.
Tras 182 audiencias, el juicio de Auschwitz culminó el 20 de agosto de 1965. Boger –quien en sus investigaciones policiales supo torturar a 19 personas en simultáneo– fue condenado a prisión perpetua. Mulka. a 14 años de prisión. Igual pena fue para el enfermero Klher. Capesius, por su parte fue condenado a nueve años. Otros antiguos jerarcas de Auschwitz fueron beneficiados con sentencias que oscilaron entre los siete años de cárcel y la absolución Habían sido juzgados con un código del siglo XIX que no había previsto el delito de genocidio.
Se dice que Capesius, tras salir de prisión, volvió a Berlín, en donde amasó una pequeña fortuna al retomar su oficio farmacéutico. La mayoría de sus colegas tuvo un destino no menos benévolo.
Sin embargo, tras develarse la trama de Auschwitz, Europa nunca volvió a ser la misma.
La Argentina, con los juicios a sus represores, tampoco.
El exterminio visto por karl höcker, el fotógrafo de las ss
En Auschwitz y en otros campos alemanes de exterminio, para mitigar el enorme peso psicológico de las tareas asignadas, los SS cultivaban una camaradería inquebrantable. Y una vida social no menos intensa, a pesar de que vivían en un barrio periférico a las instalaciones del exterminio.
Eso bien los supo el SS Obersturmführer Karl Höker, quien fue adjunto de Richard Baer. Este oficial, nacido en un barrio de Renania del Norte, empezó a trabajar de empleado en una sucursal bancaria de Lübbecke. No tardó en presentar la renuncia para ingresar a las SS, donde recibió entrenamiento militar. En 1943 fue destinado al campo de exterminio más importante de la Alemania nazi. Allí dio rienda suelta a otra de sus pasiones: la fotografía. Pero no se trataba de un artista escabroso. Por el contrario, Höcker documentó con su cámara la buena predisposición de los criminales hacia sus hijos, esposas y amigos durante las horas de descanso. Almuerzos al aire libre, excursiones compartidas y todo tipo de festejos servían para aliviar el rigor que les exigia la madre patria. Lo cierto es que la adicción de Höker por la fotografía dejó un legado documental particularmente valioso.
En el juicio de Auschwitz, Höcker se mostró como un individuo tímido, afable, como la mayoría de los hombres que había fotografiado durante los tres inviernos en los que transcurrió su paso por Auschwitz, tal vez el sitio más truculento en toda la historia de la humanidad.
Pese a las grandes responsabilidades que tuvo el teniente-fotógrafo en esos días, el tribunal de Frankfurt no pudo probar su presunto rol de "seleccionador" en la rampa de Birkenau, donde las condenas a muerte para los prisioneros se hacían a dedo. En consecuencia, el tipo fue sentenciado solamente a siete años de prisión. Ya libre en 1970, recuperó su trabajo como jefe cajero del banco regional de Lubbecke, en donde ya había estado antes de ingresar a las SS.
Höcker murió en 2000. Hasta ese momento insistió en que él nada había tenido que ver con los asesinatos en masa cometidos en Auschwitz. Y que su trabajo era simplemente administrativo. Ya estaba jubilado en el banco y en la fotografía. Su colección de fotos tomadas en Auschwitz apareció en 2006.
Fuente: Tiempo Argentino.
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